Cuando callamos, nos tornamos desagradables, dijo Edgar. Cuando hablamos, nos tornamos ridículos.
Llevábamos demasiado rato en el suelo, delante de las fotos. Se me habían dormido las piernas de estar sentada.
Con las palabras en la boca aplastamos tantas cosa como con los pies sobre la hierba. Pero también con el silencio.
Edgar guardó silencio.
Aún no puedo imaginarme una tumba. Sólo un cinturón, una ventana, una nuez y una soga. Cada muerte es para mí como un saco.
Si te oyen decir eso, dijo Edgar, te tomarían por loca.
Y cuando pienso en ello, tengo la sensación de que cada muerto deja tras de sí un saco repleto de palabras. Siempre me acuden a la mente el barbero y la tijera de manicura, porque los muertos ya no los necesitan. Y también se me ocurre que los muertos ya nunca más perderán un botón.
Tal vez intuyen cosas distintas a nosotros, dijo Edgar, quizás intuyen que el dictador es un error.
Poseían la prueba, pues también nosotros éramos un error para nosotros mismos. Porque en este país nos veíamos obligados a andar, comer, dormir y amar con miedo hasta que volvíamos a necesitar al peluquero y la tijera de la manicura.
Alguien que sólo por el hecho de andar, comer, dormir y amar hace cementerios, dijo Edgar, es un error aún mayor que nosotros. Es un error para todos, un error dominante.
La hierba despunta sobre la cabeza. Cuando hablamos queda segada. Pero también cuando callamos. Y entonces, la segunda y la tercera hierba crecen a su antojo. Y pese a todo, somos afortunados.
* * *
Mi madre llegó a la ciudad con el primer tren. En el tren se tomó un tranquilizante y de la estación fue al peluquero. Era la primera vez en su vida que iba al peluquero. Quería cortarse la trenza antes de salir del país.
Por qué, la trenza forma parte de ti, dije.
Parte de mí sí, pero no de Alemania.
Y eso quién lo dice.
Te tratan mal si llegas a Alemania con trenza, dijo. A la abuela se la corté yo misma. El barbero ha muerto. Cualquier peluquero de la ciudad perdería la paciencia con ella, no puede estarse quieta delante de un espejo. Siempre tengo que atarla a la silla.
Se me ha desbocado el corazón, dijo. El viejo que me ha cortado la trenza tenía la mano ligera. El joven que luego me ha lavado el pelo tenía la mano pesada. Me he estremecido cuando me ha acercado la tijera. Como si hubiera ido al médico.
Mi madre lleva la permanente. Pese al frío no se puso el pañuelo de cabeza, así podía exhibir sus rizos. Llevaba la trenza cortada en una bolsa de plástico.
Te la vas a llevar, pregunté.
Se encogió de hombros.
Fuimos de tienda en tienda. Mi madre compró el ajuar para Alemania: Una tabla para hacer pastas con rodillo, un molinillo de nueces, una vajilla, un juego de copas de vino y un servicio de platos de postre. Y una cubertería inoxidable. Ropa nueva para ella y para la abuela.
Como si fuera una novia, dijo mirando el reloj. Puedes enviar una caja de ciento veinte kilos a Alemania. El reloj muerto que llevaba en la muñeca tenía correa nueva. Qué hora es, preguntó.
...de Herta Müller, ganadora del nobel de literatura
Dos fragmentos de La bestia del corazón
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